Hay dos días en cada semana en los que no nos debemos preocupar.
Dos días que se deben guardar libre de miedo y ansiedad.
Uno de esos días es ayer.
Ayer, con sus equivocaciones y pesares, sus faltas y confusiones, sus dolores, tristezas y deudas pendientes.
Ayer ha pasado para siempre, fuera de nuestro control; y ni el dinero del mundo lo podría cambiar, ni una cosa que hayamos hecho, ni podemos borar una palabra.
Ayer ya pasó.
El otro día sobre el que no debemos preocuparnos es mañana.
Mañana, con sus posibles adversarios, sus problemas, sus promesas grandes y sus pequeños logros. Mañana volverá a salir el sol, ya sea en esplendor o detrás de una máscara de nubes, pero subirá.
Hasta que llegue no tenemos parte en mañana, pues aún no ha nacido. Y solo queda un día: HOY. Cualquiera puede pelear la batalla de un solo día.
Cuando nos cargamos con esos horripilantes: ayer y mañana, entonces nos derrumbamos. No es la experiencia de hoy que vuelve locos a los hombres, sino la amarga culpa, algo que sucedió ayer, y el miedo de lo que traerá mañana. Vivamos pues, tan sólo un día a la vez, para ser inmensamente felices. Además con la felicidad de hoy construiremos la felicidad de mañana.
2 Corintios 6:2. En el tiempo propicio te escuché, y en el día de salvación te socorrí. He aquí, ahora es el tiempo propicio; he aquí, ahora es el Día de Salvación.
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